Jacobo Fijman nació en Besarabia (hoy Moldovia), en 1898 y murió en Buenos Aires, en 1970. Fue poeta, periodista y místico. Bohemio y amigo de escritores notables, desde Artaud, con el que estuvo a punto de darse trompadas por una discusión intelectual en París, Breton o Éluard, a los argentinos Marechal y Girondo. Su misticismo lo fue distanciando de todos ellos.
Ese misticismo creció al ritmo en que lo hizo su demencia. Varias veces internado en el hospital psiquiátrico Borda, no dejó de escribir una poesía surrealista; un tanto delirante, a veces; pero siempre intimista y dolorosa. Fijman estuvo internado casi treinta años en el manicomio. Murió ahí.
Antes de comenzar el lento camino del olvido en que va cayendo, fue Samuel Tesler, uno de los personajes de la magnífica novela «Adán Buenosayres», de Leopoldo Marechal, y el poeta místico y loco del que se habló en revistas literarias, en artículos periodísticos, y en novelas y ensayos. Fue el único poeta de Argentina convertido en mito estando en vida. Todavía suele hablarse de él. Aunque sea más nombrado que leído y a su velorio hayan ido muy pocos, demasiado pocos para ser alguien del que todos los literatos hablaban.
En mi gemido
conté mi soledad envejecida; conté todas las noches de mis días.
Mis huesos cantan el misterio del mundo.
El agua perturbada de mi reposo.
Me veo en mi gemido según pavores de inocencia.
Paz, paz,
oído de mis palabras.
El ruego alcanza oído a mis palabras
carne sanada;
y hay espanto de luz en nuestras manos.
(Poema XXXI, de «Luz de la mañana»).
Toque fiestas.
Presentimientos.
Mi corazón es blanco de ternura.
¡Solemnidad!
Hablamos en voz baja.
Un árbol canta como un niño
pìadoso
lodo blanco de estrellas.
Mi corazón es blanco de ternura.
(Vísperas, de «Molino Rojo«)
Demencia:
el camino más alto y más desierto.
Oficio de las máscaras absurdas; pero tan humanas.
Roncan los extravíos
tosen las muecas
y descargan sus golpes
afónicas lamentaciones.
Semblantes inflamados;
dilatación vidriosa de los ojos
en el camino más alto y más desierto.
Se erizan los cabellos del espanto.
La mucha luz alaba su inocencia.
El patio del hospicio es como un banco
a lo largo del muro.
Cuerdas de los silencios más eternos.
Me hago la señal de la cruz a pesar de ser judío.
¿A quién llamar?
¿A quién llamar desde el camino
tan alto y tan desierto?
Se acerca Dios en pilchas de loquero,
y ahorca mi gañote
con sus enormes manos sarmentosas;
y mi canto se enrosca en el desierto.
¡Piedad!
(El canto del cisne, de «Molino Rojo»)